Parece obligado, en una fecha como esta de hoy, hablar de lectura. Para mà se convierte en una necesidad. Necesito hablar de lectura, como tengo ganas de fiesta. Por eso me invade este ataque de ilusión, que provoca todo mi intelecto y hace que la imaginación se me dispare: siento unas ganas enormes de abrir las ventanas, con la esperanza de que los libros de la biblioteca salgan todos volando a darse un paseo por las nubes mientras observan el bullicio que hay hoy en mi barrio o si no, la ciudad a vista de pájaro. ResultarÃa, cuanto menos curioso ¿verdad? Con la misma lentitud que cae el confeti en los desfiles o el arroz en las bodas, podrÃamos contemplar, en cámara lenta, la lluvia de letras que todos ellos iban a provocar, inquietos por la emoción del momento. No me digáis que no es una forma curiosa de divertirse. Al fin y al cabo, están de fiesta, es su dÃa.
Pero no va a suceder, no. Podéis estar tranquilos, que no seré yo quien provoque esa debacle. Entre otras razones, porque no me atreveré a abrir las ventanas, no vaya a ser que ocurra lo que os cuento y acabe por llevarme un susto, un gran susto, de irrealidad. De momento, me quedaré tranquilo, aquà en mi ya raÃdo canapé, frente a la chimenea, con la luz de la fogata proyectando tenue la sombra de mi silueta en la pared, mientras paseo la mirada, perdida por los estantes y evoco los recuerdos mecidos en esos ritmos que el jazz siempre me regala. Comprenderéis que en tal estado, no me costará ir echando con gran deleite, la imaginación, los recuerdos, a volar. Y en cuestión de lectura tengo tantos, que brotan a borbotones, … ¡qué digo!, a chorro. No en vano, sin exagerar ni un ápice, os diré que ésta ha resultado mi auténtica razón de ser, el motivo de una existencia que, a base de aromas de papel, ha ido tejiendo con mimo mi afectividad. SÃ, es asÃ, como os lo cuento: los mejores y más entrañables momentos de la vida, aparecen en mi memoria, acompañados de algún libro, de una narración, siempre con la manos en… una buena lectura. Ahora bien, con un pequeño matiz, que explica la nobleza de esta evocación. Todos, todos ellos, aparecen hilados con el destello de la ilusión. Leer, siempre me ha gustado y, lo mismo que la escritura, ha sido para mi una necesidad,… vital.
Un libro, la prensa del dÃa o cualquier revista, impresa o electrónica, me enganchan por igual. Una narración o un escrito, supone para mà una provocación, porque me permite reflexionar, evadirme; lo encuentro sencillamente enriquecedor. Me deleita. Esa es la palabra que mejor refleja mi sensación. La lectura me de-lei-ta, lo mismo en soledad, compartida, o sometida al juego del diálogo. Y me ayuda, siempre me inspira el debate o acompaña alguna que otra acalorada discusión. De cualquier forma, he de reconocer su aporte, por la recreación o por el conocimiento que me supone. Resulta motivadora del aprendizaje, disculpada en el encuentro, justificada en la ceremonia. Es un gran deleite, ya sea declamada o participada al grupo; ¡qué mas nos da!, si es disfrutada, deseada y querida. Hay ocasiones en las que puede parecerme incitadora al relax, lo mismo que provocadora, estimulante, propensa para la acción. Como iniciativa, sabemos que sirve para regalar, quedar bien y hasta ser prestada, pero una vez conocida, somos capaces de perseguirla, añorarla, venerarla… e incluso, despreciarla o venderla. Se hace la encontradiza o nos la topamos de sopetón en cualquier estante, o en un banco, o en la sala de espera, o en el autobús, o en el quiosco, o en el centro comercial, o en un mural… Llega de manos del viajero que nos acompaña en el autobús, aparece en el noticiario televisivo o, cuando la ocasión lo merece, consigue adueñarse por completo de la programación. ¿Tiene música?, por supuesto, aunque pueda ser capaz de interpretar hasta el silencio, llenar la soledad y también aislar el bullicio (sÃ, aquel, el mismo que al comienzo de este elogio, habÃa en mi barrio). Y cuando no llego a pillarle su lógica, acabo por aceptarla tal cual es. Me trae la diversión y acompaña la meditación. Interpreta el sentimiento, consiguiendo que me llegue a entender, incluso a mi mismo. Surge con espontaneidad en la casa del amigo o tras la curiosidad del visitante; y desaparece con la candidez del sueño. Por sorpresa puede atacarme agazapada en la cotidianidad para, con alevosÃa, luego faltarme cuando sabe que más la deseo. Porque va y viene a voluntad; pero he de reconocer que, siempre se queda, se queda conmigo, adherida a mi ser, sin desprendérmela. Son muchos, muchos los momentos y las razones como he tenido en mi vida para leer…, tantos que serÃa capaz de llenar esta página de motivos, diversos y variados. No obstante, entre todos ellos, me quedo únicamente con tres, que sobresalen sobre los demás, henchidos por la emoción que los alimenta: las lecturas que se me quedaron perdidas en la infancia y que algún dÃa estoy seguro que recuperaré; esas otras, muchas que fueron ansiadas en la juventud, por la necesidad imperiosa de alimento que emanaban todas ellas y, ¡cómo no!, las más entrañables, las compartidas en el regazo del hogar. Efectivamente, por encima de todas, son estas tres, las lecturas que, de manera intensa, reincidente, aparecen con especial sentimiento en mi corazón. Dejarme que os las comente, pues de algún modo, ahora lo necesito.
De las lecturas de la infancia perdura aún en mà el aroma de las sábanas, el calor húmedo del invierno y el destello matutino del sol primaveral. ¡Se me quedaron en sus amaneceres prendidas, tantas ilusiones…! He de reconocer que no fueron demasiadas, sólo las que me iba facilitando el préstamo de vecinos, amigos o conocidos. Entonces (¡qué melancólico se siente uno al expresarse de este modo!), la literatura no circulaba con facilitad, por lo que era codiciado cualquier libro que se pudiera atesorar. AsÃ, lo guardábamos como un auténtico tesoro, si bien, el simple hecho de compartirlo, le conferÃa nobleza a la propiedad. Sin lugar a dudas. En esa época tuve especial debilidad por los clásicos de aventuras, cuyas obras, no sé por qué, entonces las denominaban juveniles. AsÃ, no era extraño acabar mezclando personajes de Julio Verne, Twain o cualquiera de los grandes imagineros de todos conocidos (grandes de verdad, grandes). Por la provocación creativa que suponÃan sus aventuras, me cautivaron. Os aseguro que las disfruté con total intensidad, todas y cada una. Eso sÃ, la extemporaneidad del momento y una exacerbada imaginación, eran capaces de hacer que me sintiera el protagonista en todas. Por supuesto que el contexto ayudaba: las mieses cálidas del verano, la frescura que en mi tierra desprende cualquier remanso del rÃo o la brisa que atempera la meseta de la montaña, contribuyeron al goce, testigos casuales de muchas de mis horas de lectura fugitiva, huidiza, intensa. Y de este modo, experimentando lo que eran capaces de provocar en mÃ, páginas y más páginas con olor a celulosa, se fue fraguando esta sencilla, pero noble, veneración que siento por lo escrito. En realidad, todo me valÃa. La experiencia me iba demostrando que tras el cartoné de cada portada (sólo muy mayor tuve ocasión de palparlas en cuero), me aguardaba una experiencia satisfactoria. Una tras otra, todas, todas las lecturas me iban gustando. A cada cual más. Y por eso, he de confesar que guardo, entre los algodones del deleite, los sentimientos de tantas vivencias infantiles. De modo que no os extrañe la dependencia pacientemente adquirida con tal práctica, pues aún hoy me sigue invadiendo una imperiosa necesidad de enfrascarme en cualquier aventura, como preámbulo del reparador descanso diario. Todo ello, se ha ido decantando con las dulces recreaciones de la infancia.
Las lecturas de la juventud, tuvieron otro cariz muy distinto; contribuyeron a alimentar sobremanera mi irrefrenable ansia de saber, una necesidad como no he vuelto a tener en la vida, por enriquecer mi intelecto. Dio la casualidad que el único medio del que disponÃa en aquel momento era la literatura. Asà que resultó ser la ventana por la que me asomé al mundo; y debió gustarme lo que vi, pues desde entonces no he dejado de mirar por ella. La calificarÃa como una época dorada, por muchas razones. La literatura, una más. Es una época en la que desflora el saber, ya que puedes entrar en contacto con los grandes pensadores y también con los pequeños. La historia nos ha deparado tantos y de tan diverso cariz, que sin lugar a duda, algunos de esos nombres ilustres depositaron con fuerza, su impronta en vosotros; en mà también, como es lógico. Y por eso, a todos ellos, y a su conjunto de obras, y a alguna en particular, debo cualquier limitación que pueda encontrar hoy mi pensamiento, lo crÃtico que en ocasiones resulte mi discurso y lo razonable que me muestre en el diálogo. Pues con ellos aprendà a sufrir, amar y, sobre todo, soñar. En su mano volaron mis sueños, lo mismo que en su regazo pude contener lágrimas, desvanecer miedos y ahuyentar temores. La seguridad, la entereza, la sensibilidad y tantas dudas, todos ellos me enseñaron a ponerle nombres, que es como aprender a vivir. Por eso, digo que dichas lecturas tuvieron tanta importancia y me marcaron tanto.
Por último, están las lecturas que surgieron compartidas en la familia. Quizás las más entrañables y, por supuesto, las auténticamente emotivas. Nada resulta más agradable que la experiencia amorosa en el regazo. Porque lo salpica con motitas de gozo al vivirlo en familia, con tus propios hijos. En realidad, en el hogar, la lectura no es más que una disculpa, que justifica toda oblación. Ese ratito al acostarse, juntos, al abrigo del cuento,… uuuuumm… aún los saboreo, todos y cada uno. ¡Auténtico derroche imaginativo!, verdadero derrame de sensibilidad. Esas, esas, son las lecturas que nunca olvidaré. Como estoy seguro que os sucede a todos vosotros. El binomio lectura-cariño, siempre funciona, multiplica las sensaciones, emulsionándolas vaporosamente, dejándolas adheridas a la piel (se me eriza el vello sólo con rememorarlo). Asà que, lógicamente, acaban por resultar tan importantes, vitales, únicas. El tiempo me ha devuelto todos y cada uno de esos minutos dedicados al calor del regazo, allanando el encuentro con aquella pequeña, hoy adulta. Ese paso del tiempo, no hay sido capaz de erosionar la capacidad de diálogo que juntos fuimos decantando en aquellos frugales encuentros literarios. Hoy, ya son gozo, vida.
Termino, que ya está bien. Lo hago con dos palabras, una de agradecimiento y otra de satisfacción. Agradecimiento, a vosotros, por acompañarme pacientemente hasta este último párrafo, y permitirme evocar la esencia de mi sentimiento. Pocos ratucos hay tan placenteros como éste. Y satisfacción porque la lectura, mis lecturas, la causa de esta rememoración, una vez más, han sido capaces de provocar lo más auténtico de mi ser. Claro, que no extraña, porque ya habéis visto que ellas mismas, surgieron también auténticas y como tal quedaron incrustadas en lo más Ãntimo de mi ser. Por eso, hoy, con sinceridad y convicción, no puedo más que, mirando en todas direcciones, proclamar éste, mi elogio de la lectura.
Santander, 23 de abril de 2014. DÃa Internacional del Libro (Unesco)
_________________________________________________________
ArtÃculo publicado por EL MUNDO. Edición Cantabria. Tribuna de Cultura (pág. 2) el dÃa 23.04.2014 (descargar en pdf)