Quizás, una de las experiencias más placenteras que podemos tener en la vida, sea ejercer de “abuelo”. Pero no el título ese que es posible llevar, muchas veces, con más peso que gloria (como le ocurría al personaje de la obra de Pérez Galdós), por aquello de que es un “oficio” que nos llega con una cierta edad. Sino aquel otro que se ejerce a base de horas de compañía, paseos interminables tirando del carrito o acompañando en el parque para empujar el columpio; vivencias que siempre acaban en una espera pacientemente contemplativa, para que Morfeo nos visite y deposite su efecto reparador, en el bebé, o en nosotros, o en ambos.
A mí me ha llegado la ocasión recientemente (hija, nunca te lo agradeceré suficientemente) y, como todos, orgulloso me siento de contar con ese premio. Me ofrece experiencias insospechadas: un beso limpio, cargado de gratitud, una caricia tenue, sostenida en el espacio y el tiempo, la mesura con que se desliza un peine por mi alborotada cabeza, una sonrisa de complicidad o el candor de la mirada que lo acompaña. No hay calificativos que puedan describir esos momentos robados a la intimidad.
Tuve la suerte de disfrutar de unos abuelos solícitos, que siempre acompañaron mis juegos, orientaron mis escapadas y limitaron algún que otro desliz. Me enseñaron muchas cosas, como sólo los abuelos son capaces de hacer. Y todas las conservo en el corazón de los recuerdos envueltas en una nostalgia, que ahora es capaz de aflorar cuando en mí, brota el deseo de replicar esas sensaciones y conseguir que mis nietas, lleguen a albergar en el suyo mi compañía, totalmente entregado, con enorme gratitud, como estoy haciendo.
No conozco a ningún abuelo que no exprese otro sentimiento, diferente a éste. Algunos dicen que, entrando en años y viéndose aproximar el periodo final de la existencia, se despiertan emociones que llevan a disfrutar un plus de cariño, que no es posible encontrar de otro modo. Y los pequeños creo que son capaces de percibirlo. Los nietos saben de antemano que, a ellos, todo se les perdona, todo se les justifica y hasta, en la mayor de las exigencias, el rigor se acompaña siempre con una dosis especial de dulzura, para que se pueda digerir con suavidad. Si tuviéramos que buscar un parangón en la alimentación, solamente el chocolate es capaz de despertar sensaciones tan placenteras, como el sentimiento que evoca la palabra abuelo.
Por eso me dispongo a disfrutarlo como nadie. Bueno sí, como otros muchos abuelos, que tienen la misma disposición que yo. Quiero leer, leer mucho con ellas; leer muchos cuentos y narrar muchas lecturas a mis “nietucas”. Y pienso hacerlo en el regazo, pues es el único lugar donde el sabor a chocolate caliente que tienen los cuentos se saborea como es debido. Ellas y yo, solos. Así es como más me gusta. Y quiero hacer muchas, muchas visitas al parque, sosteniéndoles la mano cuando desciendan por el tobogán, empujándolas para subir por la cuerda o poniendo cara de asombro como sólo el abuelo es capaz de poner, cuando las pequeñas culminan todas las presas del mini-rocódromo, como la mayor de las hazañas. Incluso seré capaz de alucinar, abordando algún que otro barco pirata y en su palo mayor, izarme para levantar el brazo con no poca algarabía, gritando: “¡adelante!”, con esa voz de complicidad que impele la voluntad de mis pequeñas a un abordaje que, por ficticio, sólo ellas y yo, sentimos tan real como lo es. Un auténtico retorno a aquellos momentos tan intensos que aún recuerdo de mi infancia.
Ahora la banda sonora de mi vida la ponen ellas. Han conseguido que cante y que baile. Y mira que lo hago no fatal, sino peor. Pero no me importa: a ellas les gusta y a mí también. Incluso, entonando composiciones que siempre me parecieron absurdas, ahora tintinean en mis oídos, como el mejor de los ritmos. ¡Qué sorpresas nos depara la vida!
Y parece tan importante todo esto que hacemos, que el calendario, se empeña cada veintiséis de julio, en señalar una efeméride que no es cierta, que es más bien una falacia. No existe un día del abuelo; lo son todos. Porque no es importante, es natural, lo que convierte todos, todos los días, todas las horas, todos los minutos, todas las vivencias, en la verdadera efeméride. Os lo digo yo que, como abuelo, estoy viviendo esta experiencia tan singular. Sí, singular, porque no hay otra igual. Ni siquiera las de los demás colegas, abuelos igual que yo. Para cada uno de nosotros, resulta únicamente singular la experiencia. Y eso es lo bueno que nos depara la vida. Brindarnos premios así, singulares, para ser capaces de retornar a una infancia recuperada, llenos de placer y satisfacción.
Publicación: Sociedad Cántabra de Escritores. Libro: Pluma de tintero. (2022) págs. 271-276. ISBN: 978-84-09-40554-1 (Descargar)